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Cartagena de Indias 1958.

sábado, 9 de septiembre de 2023

EL CLUB DE NÉMESIS

 

La venganza es una forma pérfida de la justicia que a veces usa el Universo para recobrar el equilibrio.

¿Alguna vez has sufrido un bullying? ¿Has deseado vengarte? Y no lo hiciste. ¿Te has sentido cobarde por ello? Tal vez no podías, porque como decía Don Quijote: «La valentía que entra en la jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza». Pero Némesis te susurra al oído: ¿Vas a dejarlo así?  Piénsalo bien: ¿Vale la pena?

 La reclamación de una deuda de juego obliga a Justo, a entrar en contacto con un siniestro personaje llamado Amín y con un club en el que una vez que se ha entrado es imposible salir. Cada página es una puerta entreabierta que oculta un nuevo misterio en una trama fascinante, envolvente, sin tregua, que se sumerge en un mundo de acción, secretos y enigmas sin resolver.

El Club de Némesis transmite la sensación de un universo turbio e inquietante que se traslada al texto a través de una cierta espesura de novela negra con tintes de thriller contemporáneo que en todo momento envuelve a la narración, en donde los diálogos cobran gran protagonismo. Se asienta sobre la voz de un narrador omnisciente sin desviar la mirada a la corriente interna, permitiendo la inclusión de reflexiones de los personajes para subrayar la dimensión psicológica de la trama.

jueves, 19 de enero de 2023

El Español, el idioma más bello.

 El Español es el idioma más bello. 

Es una amalgama del latín, el griego, los dialectos íberos y el árabe. 

Es el único idioma en el que se saluda en plural, y esto es porque el saludo original es: “buenos días os dé el Señor“, y por ello, los “buenos días” se pueden utilizar en cualquier momento de las 24 horas. 

Es un deseo, un ruego, un pedido a Dios, por la protección y gracia de la persona que saludamos. 

El Español es el idioma más lindo del mundo. 

¡Ah, sí? 

Sí, eso seguro que sí… y no sólo lo digo por haber escuchado en él los más dulces mimos, los de mi madre, lo es también porque, entre casi incontables elementos como es el saludo, se solicita la buena ventura del prójimo que, como tú y yo, es un hijo de Dios.

Por eso, compañeros, fratres y sórores, no importa la hora en la que leas esto: ¡Buenos días!

miércoles, 21 de diciembre de 2022

El Médico del Niño Dios

                 −Un cuento de Navidad−   

        Orlando Name Bayona

A mi amada esposa.

A mis hijos, a mis nietos. ¡Niños por siempre!

A mis sórores y fratres en la curación y la sanación,

de bata blanca o sotana.

A mis compañeros de la niñez y de la juventud.

 

 

Cuando las ciudades solo eran un refugio, en los albores de la historia, algo pasó en los extramuros de una humilde aldea, algo que cambió a la humanidad.

Aquella noche de vientos fríos, el cielo estaba pleno de luceros y estrellas. Era el firmamento un manto bordado con boronas de luz que, desde el abismo sideral, parecía precipitarse a la tierra.

 Bel-Sar-Utsor ―también llamado Baltasar―, miraba embelesado la luna llena, que emitía un haz de luz ambarina, muy brillante. Sus ojos querían robar un poco de aquellos destellos selenitas. Su rostro de arrugas curtidas y rudas facciones, contrastaban con una dulce sonrisa que expresaba placidez y asombro con el magnífico regalo que le ofrecía ese momento nocturno. Absorto, disfrutaba de la serena gala cósmica.

 Cuando salió de su fascinación, suspiró y giró la mirada hacia el rústico escritorio, en donde un pabilo de llama mansa, que así se mantenía a pesar de las ráfagas de viento, con frugalidad alimentaba de luz la habitación.

          Abrió el pergamino arcano que reposaba sobre su mesa. Presintió que al leerlo, un encantamiento sobre él caería, pero continuó con la esperanza de que fuera un bello sortilegio y no una mala sentencia. Había llegado a sus manos en extrañas  circunstancias, solo sabía que lo había escrito un sabio persa. Sus letras venían del mismo Zaratustra.

          Y cuando lo hizo, un delicado olor a sándalo invadió el entorno, y de la garabateada caligrafía plasmada en la vieja y amarillenta superficie surgió una pléyade de minúsculas luces que brillaron por un instante. Todo se iluminó, pero fue un destello fugaz porque de inmediato en el recinto volvió a reinar la tenue y trémula iluminación del grueso cirio fundido por la pequeña flama que lo devoraba lentamente.

 Entre parpadeos por la precipitación emocional que invadió su corazón, leyó:


           
Al final del camino, el  que la estrella señala, encontrarás a un recién nacido. Su corazón tiene el fuego de Ahura Mazda ―El Señor Sabio, Dios―.  Su fulgor acrisolará los espíritus y los liberará de todo error, de todo desvío.  Él, el único predestinado, con su mano aferrará tu dedo, te tomará para sí. Será para siempre. Nunca te soltará. Entonces, curarás, porque su fuego estará en tu mente, y tu mano será un instrumento de sanación. Sabrás quien es Él, porque su sonrisa augura la sabiduría divina.


        
El corpulento mago de piel de ébano releyó con asombro el inapelable veredicto. Al final, sonrió con alegría, su cuerpo se estremeció y por un instante se miró las palmas de sus manos que brillaban por una misteriosa escarcha, que había salido de la nada, y profusamente las impregnaba. Sus dedos temblaban esparciendo ese polvo de estrellas, creando a su alrededor una etérea nube mágica, que se elevaba cual voluta iridiscente. 

          Poseso de entusiasmo, apoyado en el alféizar de la ventana, volvió la mirada al cielo estrellado. Allí estaba, lo escrito se empezaba a cumplir, el momento había llegado y había que iniciar el viaje. Lo supo cuando un fulgurante rayo argento cruzó la bóveda celeste, como rayando la oscura pizarra del nocturno firmamento. Un cálido ventarrón se entreveró con las gélidas ráfagas invernales y se hizo presente un extraño pero delicioso olor a flores de lavanda. Era la estrella, era la señal. Había que partir.

         Viajando, varios días pasaron. Al principio, entre marañosos montes, después por heladas estepas y un desierto de arenas finas entreverado de abruptas hammadas. El sol reinaba en el día y en la noche esa singular estrella. El astro, hermoso como ninguno, era un cometa que se adornaba con una rara cola incandescente que marcaba una derrota en el cielo, indicando el camino a seguir.

Sobre un robusto camello alhajado de ricos mantones, el buen Rey Negro, sentado entre las jorobas, sobre una ostentosa y mullida albarda, solitario con sus pensamientos plenos de nuevas e inesperadas ilusiones, recorría el camino que la estrella señalaba.

          Una tarde, el viento, un poco más cálido y agradable, trajo un olor salitroso que anunciaba la cercanía de un mar. Las arenas se volvieron más oscuras, más firmes y menos áridas. Brotaban pequeños arbustos, matas que parían florecillas púrpura, que en lontananza parecían formar un tapiz real de bienvenida. Después, con las montañas en frente, cual gigantes dormidos tras un cataclismo, se hicieron presentes algunos árboles plantados en una alfombra verde de fina grama.

          Ido el sol, el manto níveo de los picos de las montañas se resaltaban. La noche era casi tan clara como el día, pues la luz lunar reverberaba en la nieve; también estaban las refulgencias de aquella estrella que se anunciaba en los avésticos escritos del profeta oriental.

          De repente, sin aviso, al terminar una curva pronunciada del estrecho sendero que bordeaba la montaña, el camino acabó. A los ojos de Baltazar se hicieron presentes las primeras casas de una humilde aldea enclavada en medio de un diminuto valle. La estrella guía, la anunciada en el arcano documento, estaba en el cenit. El sabio negro supo que ese era el sitio señalado.

Conforme se iba acercando notó una creciente agitación. Tan entrada la noche era extraño ver niños por las calles y a viejos caminando al apoyo de bastones, desafiando el frío. Todos iban en la misma dirección y en sus ojos se podían ver los reluces del fulgurante astro que parecía ahora suspendido en el cielo y que, con su luminosa y etérea cola, señalaba un sitio cercano, en un collado.

          Detenido a un lado de la empedrada calle, observó como un grupo de pastores se dirigían por un camino que bordeaba la aldea. Entre ellos también iba algún soldado romano sin lanza ni espada, y un rico señor a pie descalzo, y detrás de él, un perro flaco que cojeaba por llevar prendido en una de sus patas a un simpático y sonriente cangrejo. Al chucho, le seguía una hermosa niña que cantaba una dulce canción y daba pequeños saltos; parecía danzar mientras caminaba tomada de la mano de su hermano que sonreía lleno de júbilo. Otro niño, un poco mayor que los otros dos, detrás, palmoteaba con ritmo acompañando la tonada. Ahora, Baltasar estaba seguro, era el final de aquel largo camino.

          El trayecto fue corto y a medida que se acercaba el misterioso sitio, vio más gente con el rostro iluminado por la fascinación. Todos miraban a lo alto del collado, en dirección a una gruta cercada a modo de pesebre. Murmuraban su gozo o cantaban tonadas. Lo que había allí emanaba alegría. Su corazón saltaba de felicidad.  Aquel sitio parecía tener luz propia.

          Una vez hubo descendido del camello, abriéndose paso, avanzó entre la multitud y se detuvo frente a un niño recién nacido que lloraba en los brazos de su madre, que nerviosa, con suaves zarandeos y caminando de un lado a otro, intentaba consolar al pequeño y mitigar lo que parecía un dolor. El pequeño estaba inconsolable. Sus muslos se flexionaban y las manos empuñadas se agitaban con desespero. El rostro sudoroso, confirmaba el álgido momento.


          A la luz de una hoguera, que lanzaba lenguas de candela y sordas crepitaciones, la madre encontró los ojos de aquel hombre vestido con un rico turbante. Ella, con un ademán en el rostro le pidió ayuda. Baltasar lo entendió y después de esbozar una paternal sonrisa, lanzándole una mirada de consuelo, extendió una pequeña manta de lana sobre un lecho de paja, y con un gesto de sus manos nuevamente impregnadas de la misteriosa escarcha cósmica, y esa dulce sonrisa, la que siempre llevaba, le indicó a la angustiada María que colocara allí al niño, en el rústico lecho de hierba seca y vellón tejido. De sus ropajes, sacó un pequeño frasco que contenía un aromático aceite.

Los dulzones aromas de caléndula y manzanilla llenaron el entorno. Frotó la pancita del chiquitín y de nuevo humedeció un dedo con el espeso líquido y lo colocó en los labios del recién nacido, que de inmediato dejó de llorar y abrió los ojos, y de ellos salió un destello fulgurante que por un breve instante anubló la visión de Baltasar. Su rugosa mano, de nuevo, se posó sobre la barriguita. El precioso niño volvió a llorar desconsolado. Dejando caer un poco más del aceite en el vientre del pequeño, Baltasar lo masajeó, firme pero delicadamente hasta que todo cesó. El niño calló, abrió las manos y los ojos. Mirando al curador, le obsequió, en gratitud, una sonrisa. Baltasar se la devolvió emocionado, era la sonrisa que auguraba la sabiduría divina, la que estaba anunciada en el viejo escrito, plasmado en aquel pergamino misterioso. Se giró y miró a la madre que también sonreía al lado de su esposo que delicadamente la abrazaba. Agradecidos, inclinaron la cabeza en gesto reverente. Cuando estaba en esas, distraído, el sabio sintió como el pequeño, con su manito le había prendido su dedo índice y lo asía con firmeza.

       Lo miró, el niño aún tenía sus ojos puestos en él, sonreía y no le soltaba el dedo.

       De un rincón penumbroso de aquel pesebre, salió un hombre de cabellos rubios y barba blanca, ataviado con regias vestiduras azul marino y brocadas de arabescos en oro y que también, como él, llevaba con un hermoso turbante, alhajado con un zafiro. Sin hacer ruido al pisar, se acercó al lecho del niño Jesús.

       Y mirando a Baltasar, quien permanecía inmóvil, agarrado de la manito del niño, le dijo:

      ―Está escrito… Bel-Sar-Utsor[1].  Hoy se cumple…, ahora por la voluntad de Dios podrás curar, podrás sanar.

       Y de Él no te va a soltar, porque desde hoy el Niño Dios te ha tomado para siempre.

 

  

No se permite la reproducción total o parcial de este cuento, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

© Orlando Name Bayona, 2022



[1] Dios protege al Rey

miércoles, 2 de septiembre de 2020

El Corsario de Dios




                             Nota de Prensa

U

na tarde, entre la brisa fresca y los trinos alegres de las Mariamulatas, Félix, el tío Negro, sentado en un patio de Cartagena, le entrega a su sobrino unos manuscritos antiguos, mientras le cuenta que en el Archivo General de Indias está reseñado que el primer Bayona, su antepasado, llegó a Tierra Firme en 1697 como integrante de una expedición corsaria del Luis XIV, rey de Francia, la que al mando del Barón de Pointis tomó a Cartagena de Indias.  

Poco a poco, en medio de batallas navales, intrigas, traiciones y actos  de heroísmo relatados en los legajos entregados por el tío Negro, se va descubriendo que Bayona era parte de la tripulación de un barco Español apresado en el Caribe por la expedición francesa.

Bayona venía a buscando mejor fortuna y con una misión secreta, pues traía consigo una reliquia sagrada con la que, al final, se cumple una profecía que está en el Libro de las Revelaciones. Prisionero de los franceses y después de los españoles locales conniventes con los invasores, logra escapar y huye por el magdalena, rio arriba, se interna en las estribaciones andinas hasta llegar a Ocaña. En el recorrido es ayudado por un enigmático personaje, don Antón.

Cuando se establece en la bella ciudad colonial de los Andes, tiene que afrontar y vencer muchas dificultades. Es testigo de momentos que son historias de fe como la aparición de la virgen de Torcoroma y otros  hechos misteriosos y singulares que hoy son leyenda. En Ocaña encuentra el amor y la fortuna. Su presencia y legado son parte de la historia de la región y de Colombia.    


domingo, 17 de noviembre de 2019

POLVO DE ESTRELLAS


La otra noche, un famoso astrónomo aseguraba que los humanos estamos hechos de polvo de estrellas. Mientras lo decía convencido, en la televisión pasaban imágenes de estrellas y luceros que se movían al avance de la cámara. Aquello parecía la ventana de una nave intergaláctica que, entrando y saliendo de pléyades y densos núcleos estelares, se sumergía en las profundidades interminables del espacio.
    La música de fondo que acompañaba la idílica imagen me adormiló y entré en un delicioso trance onírico.
   Soñaba que un lucero a punto de morir, de extinguir su brillo, soltaba una ráfaga de fino polvo, intentando dejar algo de su luz en los abismos oscuros del universo.
    En el viento estelar, el puñado de cenizas brillantes de la estrella que se apagaba, cabalgó a través del ancho espacio y llego a Dios. ÉL estaba distraído. Moldeaba con sus manos una bella criatura, una que tendría un propósito singular, una encomienda de amor. Sintió la ventisca y cuando se giró, vio que el lucero, después de descargar una agónica centella brillante, se fue apagando entre trémulos relampagueos. Todo quedó oscuro en la dirección del astro extinto. 
   El Todopoderoso se giró de nuevo para contemplar la pequeña criatura que tenía entre sus manos. No podía esperar, tenía que terminar su obra e insuflarle un aliento de vida. ¡Era urgente!
  Sopló y la hermosa creación abrió los ojos. Eran de un brillante verde marino… Y fue que el polvo de estrellas, el de aquel lucero, se quedó en tus ojos, María Liliana, mi niña…  Y sus reflejos ¡en mi corazón!
    
Orlando  Name Bayona


sábado, 29 de septiembre de 2018


Sin Dios no hay diablo, sin diablo no hay pecado, sin pecado no hay humano. ¡Uff,  menos mal hay Dios!

jueves, 1 de junio de 2017

El que pierde una gran mujer no sabe lo que gana.



¿Dónde estoy doctor?
-En la UCI.
-¿Y por qué?
-Tiene una fuerte conmoción cerebral. ¿Recuerda qué le pasó?
-Pues mire doctor, recuerdo algo. Ella me dijo:
-¡Cabrón! Mira la hora de llegar, y borracho. Me voy, y esta vez, ¡para siempre!
Me recosté en el quicio de la puerta, y dije:
-El que pierde una gran mujer no sabe lo que gana...
Doctor, es lo último que recuerdo.

lunes, 8 de julio de 2013

viernes, 9 de septiembre de 2011

La presentación de "Patapalo" en Bogotá

La mañana de ese 7 de septiembre, la humedad y la resolana hacían sofocante el entorno, pero además de los insoportables vahos del trópico, sabía que ese día sería muy difícil. Durante la mañana  lloré y con el corazón en un puño, lo logré. De alguna manera pude soportar el definitivo partir de mi querido tío José. Abismal y oscuro vacío, tormentosa sensación de orfandad y desamparo. Partió el incombustible guerrero de los pobres, el poderoso protector, el negociador y dueño de las armas que sólo producen equilibrio.
  Por la noche, tal vez bajo sus auspicios, sentí el magnífico cobijo de mis amigos y mi familia en la presentación de la novela  en el  museo Casa Grau, artista cartagenero, apasionado, como lo soy yo a los graznidos de la bellas Mariamulatas de negro e iridiscente plumaje.  Un hermoso y venerable hombre, el mayor de los vascos en Colombia, se sentó a mi lado, me sentía protegido, respaldado, con la energía de las canas de aquel señor. También estaban allí, sentados en la mesa, el Decano de la Academia de Historia de Colombia, el General Riaño, el presidente de la Sociedad Colombiana de Genalogía, el capitán Diaz en representación del almirante García comandante general de la Armada y José Vicente, mi editor, quien emocionado,  habló exagerando elogios al escritor, tratando de encontrar en sus palabras la complacencia por haber culminado un proyecto que en un año  y medio cristalizamos juntos. Cuando me tocó la palabra y los nudos de la garganta querían hacerme zancadillas, en mi cabeza se vinieron las imágenes de Patapalo, que con expresión castrense me invitaba al abandono en el valor, pues el pánico escénico empezaba  a dominar mis ánimos, y cuando liberado de las cobardías me lancé, entonces, la nostalgia por la ausencia de mi tío José quiso engañarme, quebrando mis palabras que salían de una mente turbada por el dolor ante una ausencia cada vez más cierta. Por un instante, tal vez sólo medio, cerré los ojos y apareció la  imagen de mi tío José, con su sonrisa irrepetible, y con sus ojos que me invitaban a continuar. Bajo su protección lo hice hasta el final. Entonces disfrute de ese buen momento que fue la presentación de mi novela                      

    "Blas de Lezo, El  Almirante Patapalo"