La otra noche, un famoso
astrónomo aseguraba que los humanos estamos hechos de polvo de estrellas. Mientras
lo decía convencido, en la televisión pasaban imágenes de estrellas y luceros que
se movían al avance de la cámara. Aquello parecía la ventana de una nave
intergaláctica que, entrando y saliendo de pléyades y densos núcleos estelares,
se sumergía en las profundidades interminables del espacio.
La música de fondo que acompañaba la idílica
imagen me adormiló y entré en un delicioso trance onírico.
Soñaba que un lucero a punto de morir, de
extinguir su brillo, soltaba una ráfaga de fino polvo, intentando dejar algo de
su luz en los abismos oscuros del universo.
En el
viento estelar, el puñado de cenizas brillantes de la estrella que se apagaba,
cabalgó a través del ancho espacio y llego a Dios. ÉL estaba distraído. Moldeaba
con sus manos una bella criatura, una que tendría un propósito singular, una
encomienda de amor. Sintió la ventisca y cuando se giró, vio que el lucero,
después de descargar una agónica centella brillante, se fue apagando entre
trémulos relampagueos. Todo quedó oscuro en la dirección del astro extinto.
El Todopoderoso se giró de nuevo para
contemplar la pequeña criatura que tenía entre sus manos. No podía esperar, tenía
que terminar su obra e insuflarle un aliento de vida. ¡Era urgente!
Sopló y la hermosa creación abrió los ojos. Eran
de un brillante verde marino… Y fue que el polvo de estrellas, el de aquel
lucero, se quedó en tus ojos, María Liliana, mi niña… Y sus reflejos ¡en mi corazón!
Orlando Name Bayona